Creo que la gran mayoría recuerda la pregunta de nuestras mamás todas las noches antes de acostarnos: “¿Ya te cepillaste los dientes?” También, en las visitas al dentista, nos recordaban la forma correcta de cepillarnos y cómo usar el hilo para los dientes. Esta insistencia era, en algunas ocasiones, algo que nos enojaba o que no entendíamos.
Pero, existe una razón por la que necesitamos obedecer las acertadas insistencias: cepillarnos los dientes puede eliminar millones de gérmenes de nuestra boca, lo cual previene las caries, los tratamientos de nervio, las coronas y la cirugía oral.
Podemos tener una boca más limpia que un auto nuevo, y aun así pueden salir cosas sucias de esa boca. Palabras de enojo, críticas injustificadas, blasfemias y mentiras pueden salir como un torrente contaminado de nuestras bocas. Hay una realidad, las malas palabras salen de corazones que se han dejado dominar por los malos deseos. Cuando esa es nuestra condición, necesitamos limpieza.
Nuestro Dios es el higienista oral máximo. Cuando llama a la gente para servirle les da un corazón nuevo y espera una boca limpia. Como ejemplo tomemos a Isaías a quien Dios tuvo que preparar para que hablara sus palabras; tuvo que enviar a un serafín, un ser celestial, a tomar un carbón encendido del altar y cauterizarle los labios (Isaías 6:7-9), lo cual suena peor que un tratamiento de nervio; y también, con los dedos tocó y limpió la boca del profeta Jeremías (1:9).
La Biblia está llena de recordatorios sobre la necesidad de controlar nuestras acciones, pensamientos y palabras (Filipenses 4:8-9; Santiago 3:1-12) y de tener dominio propio (2 Pedro 1:5-7), si aplicamos estos consejos empezaremos a tener una vida que agrada a Dios y a nuestros semejantes.
“El hombre bueno, del buen tesoro de su corazón presenta lo bueno; y el hombre malo, del mal tesoro de su corazón presenta lo malo. Porque de la abundancia del corazón habla la boca” (Lucas 6:45).